LOS CRISTIANOS
La fe cristiana viene de Jesús de
Nazaret, confesado como el Cristo, el enviado de Dios.
Jesús fue un judío que, hace dos milenios,
en Palestina, habló de Dios y del mundo que Dios quiere con un lenguaje novedoso
y sorprendente. Jesús decía que Dios es el Padre de todos los hombres, que ama
a cada uno de sus hijos de un modo único y exclusivo, que nos acompaña en todo
momento, incluso cuando nos alejamos de él, y que nos ofrece, más allá de este
mundo, vivir con él para siempre. Y decía que lo que Dios quiere es instaurar
su reino: el mundo en el que las personas se aman, donde los pobres dejan de
sufrir, en el que todos los hombres se tratan y quieren de verdad como hermanos…
Jesús no sólo hablaba de Dios, sino que actuaba
como él. Su misión era cumplir la voluntad de su Padre, afirmaba; por eso hacía
lo que decía. Así, se acercaba a la gente, curaba a los enfermos, liberaba a
los oprimidos por el mal, recuperaba a los excluidos y marginados, invitaba a todos
vivir con confianza, animaba a vaciar el corazón del apego al dinero y a
llenarlo de los valores que duran para siempre, exhortaba a servir a Dios más
allá de una religión hecha de leyes y de ritos externos y llamaba a todos a
seguir su camino de fe y de amor, el único camino que lleva a la vida
perdurable.
Jesús despertó la admiración entre la
gente y muchos se sintieron atraídos por él y le buscaban para escucharle y
para que los curara. Pero, también, otros se pusieron en su contra, sobre todo
los dirigentes religiosos. Veían en Jesús un peligro para el poder y el control
que ellos ejercían sobre la gente. Sólo un pequeño grupo de hombres y mujeres
fueron sus fieles seguidores, aprendiendo como discípulos del mejor maestro.
Los enemigos de Jesús urdieron un plan
para eliminarle y acabar con su joven vida. Detenido a traición, fue acusado de
ir contra Dios y contra el Emperador romano. Denigrado y rechazado por la
gente, fue condenado a muerte. Y murió ejecutado en la cruz, el patíbulo
reservado a los esclavos y a los asesinos, a los malditos de Dios.
Tras la muerte de Jesús, sus seguidores
quedaron abatidos y desconcertados y llenos de miedo. Habían seguido a Jesús
atraídos por su mensaje y por su modo de vivir. Veían en él al enviado de Dios,
al Mesías esperado. Y no entendían que Dios permitiese que la vida de quien tanto bien había hecho a todos y
tanta fe transmitía se truncara con un fracaso tan escandaloso.
Sin embargo, el primer día de una nueva
semana, al tercero de la cruel muerte de Jesús, el pequeño grupo de seguidores
vivirá una experiencia inesperada, inusitada, maravillosa, difícil de explicar
con palabras, que va a cambiar radicalmente sus vidas: el encuentro con Jesús
resucitado, que les transmite su Espíritu. Sí, el mismo Jesús que había muerto
en la cruz ahora es reconocido vivo, resucitado, con una presencia nueva entre
los suyos.
Ahora entenderán los discípulos que
Jesús no es sólo el enviado de Dios, sino la presencia plena de Dios mismo en
el mundo. Su vida es la vida de Dios; su mensaje, el mensaje de Dios; su persona
es Dios mismo, hecho hombre. Y creerán en él y le confesarán como el Señor y,
reunidos en comunidad en torno a Jesús resucitado y animados por su Espíritu,
vivirán como él y anunciarán su mensaje a los cuatro puntos cardinales. De este
modo nace la fe cristiana.
Nosotros somos hoy continuadores de
aquella primera comunidad de seguidores de Jesús. Como ellos, hemos recibido el
mismo Espíritu de Jesús resucitado, el Espíritu Santo. El bautismo nos ha hecho
miembros de la gran familia de los hijos de Dios. En la Eucaristía, el día del
Señor, convocados como Iglesia nos alimentamos de la Palabra de Dios y del pan
de vida que es el mismo Jesús. Es la vida que Jesús nos transmite también en
los demás sacramentos que celebramos.
Y lo que celebramos en la casa de la
Iglesia queremos que se note en la vida de cada día. Es el encargo de Jesús a
sus discípulos de todos los tiempos: hacer presente en todas partes, con el
testimonio de la vida, el amor de Dios para con todos los hombres y mujeres del
mundo. Así, los cristianos hemos de ser gente siempre al lado de los que sufren;
buscadores de la concordia y la paz; personas que no son egoístas, que no
ambicionan el dinero y el poder; que trabajan y se esfuerzan para que nadie
quede excluido del bienestar y la vida feliz que Dios quiere para todos…
Los cristianos no somos mejores que el
resto de los humanos. Pero sí estamos convencidos de que hemos encontrado un
tesoro en Jesús y su evangelio. Confiados en él, nuestro maestro en humanidad,
caminamos por este mundo procurando hacer presente el amor que hemos recibido y
esperamos llegar a la plenitud de la vida que el mismo Dios nos ofrece en
Jesús, su Hijo hecho hombre.
Las celebraciones litúrgicas y los pasos,
que estos días de la Semana Santa desfilan en procesión por las calles de
nuestros pueblos y ciudades, buscan mostrar de forma bella el amor de Jesús, el
Cristo entregado a la muerte y resucitado para salvación de todos. El gran
poder de este amor se quedará en pura estética y no será creíble si no va
acompañado del testimonio de amor fraterno de los que, con tanto gozo, nos
llamamos y somos llamados “cristianos”.
Francisco Fernández
Lao,
Párroco de San Pío X y
Consiliario.
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